Mi mano golpeó con fuerza el capó del coche. Obviamente no sirvió de nada. El impacto desplazó mi cuerpo unos metros, hasta dar con el duro suelo de la carretera.
- Avise a una ambulancia –.
Le decía al conductor que cacareaba a mí alrededor, presa del pánico. Un curioso se acercó también a mi cuerpo de adolescente, pensando qué hacer con la sangre.
- Calma. Tranquilícese. Me llamo Andrés Rodríguez. Avise a una ambulancia y no me mueva de cómo estoy. ¡Muévase! -.
Te imaginarás todo lo que me pasó por la cabeza. Por primera vez en mucho tiempo, no quería morir. La herida no era grave, pero no estaba seguro entonces. Una malísima suerte toparme con aquel coche, pensaba en la ambulancia.
El ostinato de la sirena se me incrustó en la herida de la cabeza. Me sugería una vuelta a lo idéntico, un nuevo retorno a mi vida anterior: si moría, mi cuerpo se quedaría allí, junto a la vida que llevaba. Pero morir no era mi preocupación, sino renacer, cerca de donde muriese, con tres años menos, con otro cuerpo y, por lo tanto, con otra vida. Tendría que huir de allí, de nuevo.
- Te han vendado como a una momia, hermanito – me sonreía Paula, abrazada a mi brazo, en la habitación del hospital -.
Llamaron a mi familia, ya sabes, a Irene, Amalio y Paula. Junto a la cama se produjo una situación tierna e infantil: realmente me querían, tenía suerte de estar allí. Pero aquella familia no era la única razón de no querer huir.
También estaba ella.
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