mayo 20, 2011

18 El último salto

Corrí como un perro, más que con la lengua, con el corazón colgado fuera. Temía a mis sospechas, temía a Fael, y quería detenerle antes de que cometiese lo que no quería ni pensar.

Corría sin parar. No sé cómo lo haría él, pero sabía que llegaría antes que yo. En la carrera, casi choqué contra un carrito de bebé que salía de un edificio con un niño y un matrimonio. Y cuando ya me alejaba de aquella zona, llegué hasta el viejo faro.

La puerta estaba abierta, pero no había signos de violencia, ni otro cuerpo en el suelo. Sobre el sofá verde se apoyaba en equilibrio un paraguas naranja.

- Laura – dije más hacia dentro que hacia fuera.

Sabía que había estado allí, y sabía que ya no estaba.

Corrí de nuevo buscando un rastro, otra zona a la que podría haber huido. – No hay otro cuerpo – me repetía.

Todo parecía desierto, sin vida, sin movimiento, sin olor y sin recuerdos. Soplaba un viento fino, frío, que mecía los árboles del pequeño cementerio a las afueras. Si había escapado al faro, por cercanía, aquel era el sitio. Y no estaba equivocado.

Laura me miraba desde un pasillo de tierra, entre las tumbas, asustada y triste, con ojos llorosos, con un brillo raro en ellos.

- Laura – le dije acercándome, mientras aminoraba la marcha, aún con miedo -.

- Andrés, te quiero tanto… - respondió casi sin moverse.

- Yo también te quiero -.

Y al instante, Laura se desplomó en el suelo. Le había hablado entre lágrimas, porque entendí cierta ironía en su voz, e interpreté el brillo de sus ojos. Fael saltó sobre una mujer que dejaba flores en una tumba, junto a su hija, en aquel solitario cementerio.

- No había solución, ya había saltado sobre ella, y a menos que me quisieras a mí como compañera… - me dijo en la lejanía, ante el asombro de la niña, que no entendía qué decía su madre. Yo le oía, pero no llegaba a entenderle, descompuesto sobre Laura, llorando ante su quietud -. Así es la vida, Andrés, un conjunto de saltos, a veces buenos, y otros mejores -.

Fael empezó a correr y se marchó, y la hija de la madre sobre la que había saltado rompió a llorar, paralizada, sin entender qué pasaba.

Yo seguía junto a Laura, sin poder dejar de contemplarla, de tocarle la cara, de desear que se moviera. Pero no lo hizo.

- Nunca me separaré de ti – le susurré -, te lo prometo -.

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