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- ¡No soy un niño! – gritó David al profesor. Salió corriendo de la clase y rompió la cristalera del pasillo. Curioso sentido de inferioridad desatado contra lo más frágil. Pero en San Claire podías ver cualquier cosa. Yo mismo me sentía atrapado, rodeado de niños huérfanos y abandonados, sin pasado… Bueno, era verdad que estaba atrapado, aunque era más listo como para romper cristales.
- ¡Sois unos niños, no tenéis ni idea! – nos gritaba a Carlos, Raúl y a mí en la habitación, mientras retorcía sus sábanas. – Si lo vieseis como yo, también querríais iros. Ya veréis cuando paséis otros tres años aquí. Yo también era imbécil a los diez.-
- ¿Por qué nos chilla, Andrés? – Me preguntaba Raúl cuando se fue.
- Porque es un imbécil – contestaba Carlos, y yo no podía estar más de acuerdo con mi compañero de diez años.
En realidad, no debería importarme su actitud. Sabía que era pasajera, que terminaría, aunque no estaba seguro de las consecuencias finales. Aún así, recién llegado a aquel sitio, prefería pasar desapercibido.
- ¡Sucia loca! – Y ese fue el detonante. Aunque sabía que David sería castigado por aquello no me hizo ninguna gracia que insultara a la única profesora que nos trataba tal y como éramos, que realmente se esforzaba por nosotros. Podría haberlo dejado pasar…
- Escúchame David – le dije en los baños, aquella tarde.
- ¡Qué te voy a escuchar “chalao perdío”! – me respondió dándome un empujón.
Rápidamente rompí el cristal del lavabo y cogí un trozo. Le empujé desde las rodillas, mientras se daba la vuelta, tirándolo al suelo, y le hice un girón en la chaqueta. Para esa edad, era suficiente para asustarle.
- Ahora, escúchame David – repetí - ¿Cuántos años tienes? ¿Trece? ¿Y te crees mayor? ¿Por qué no te comportas como tal y nos dejas a los demás en paz? No quiero oír problemas de ti... Es más, no quiero oírte. Y empieza a pensar quién eres de verdad y a aceptarte, porque ya tienes una edad para ello, ¿no crees?
- Gracias Andrés – me dijo Elena tras borrarle la pizarra.
- De nada – le respondí, con otro pensamiento en la cabeza, distinto al de la pizarra.
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- ¡No soy un niño! – gritó David al profesor. Salió corriendo de la clase y rompió la cristalera del pasillo. Curioso sentido de inferioridad desatado contra lo más frágil. Pero en San Claire podías ver cualquier cosa. Yo mismo me sentía atrapado, rodeado de niños huérfanos y abandonados, sin pasado… Bueno, era verdad que estaba atrapado, aunque era más listo como para romper cristales.
- ¡Sois unos niños, no tenéis ni idea! – nos gritaba a Carlos, Raúl y a mí en la habitación, mientras retorcía sus sábanas. – Si lo vieseis como yo, también querríais iros. Ya veréis cuando paséis otros tres años aquí. Yo también era imbécil a los diez.-
- ¿Por qué nos chilla, Andrés? – Me preguntaba Raúl cuando se fue.
- Porque es un imbécil – contestaba Carlos, y yo no podía estar más de acuerdo con mi compañero de diez años.
En realidad, no debería importarme su actitud. Sabía que era pasajera, que terminaría, aunque no estaba seguro de las consecuencias finales. Aún así, recién llegado a aquel sitio, prefería pasar desapercibido.
- ¡Sucia loca! – Y ese fue el detonante. Aunque sabía que David sería castigado por aquello no me hizo ninguna gracia que insultara a la única profesora que nos trataba tal y como éramos, que realmente se esforzaba por nosotros. Podría haberlo dejado pasar…
- Escúchame David – le dije en los baños, aquella tarde.
- ¡Qué te voy a escuchar “chalao perdío”! – me respondió dándome un empujón.
Rápidamente rompí el cristal del lavabo y cogí un trozo. Le empujé desde las rodillas, mientras se daba la vuelta, tirándolo al suelo, y le hice un girón en la chaqueta. Para esa edad, era suficiente para asustarle.
- Ahora, escúchame David – repetí - ¿Cuántos años tienes? ¿Trece? ¿Y te crees mayor? ¿Por qué no te comportas como tal y nos dejas a los demás en paz? No quiero oír problemas de ti... Es más, no quiero oírte. Y empieza a pensar quién eres de verdad y a aceptarte, porque ya tienes una edad para ello, ¿no crees?
- Gracias Andrés – me dijo Elena tras borrarle la pizarra.
- De nada – le respondí, con otro pensamiento en la cabeza, distinto al de la pizarra.
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