Enfrentarse al cambio, a lo nuevo, a lo desconocido, no es tan fácil, siempre y cuando preveas que puedes estar a la altura. Conocer si lo estás es lo realmente complicado.
Comenzamos la tarea rodeados de unas tres mil personas: ya en ese momento supimos que no sería fácil. Brouwkoe daba un mitin en el polideportivo de una ciudad pequeña, aclamado, arropado por todos.
- ¡Arrasaremos con los que invaden nuestro camino! - arengaba bajo la ovación.
Cuando nos vio por los pasillos, mandó a sus guardas dispararnos. Pero ya estábamos suficientemente cerca como para deslizarnos mientras desenfundaban, y asestarles una estocada.
Paul cogió la pistola y disparó a Brouwkoe, que corría hacia la habitación. Cayó al suelo, pero se levantó y siguió corriendo. Así no le detendríamos y lo sabíamos.
Nos dividimos. Paul entró en la habitación y le buscó: estaba escondido bajo la cama. Le retuvo en esta, mientras se regeneraba de las heridas. Yo corrí de vuelta al polideportivo. Tenía que echar a toda esa gente.
Los inmortales como Brouwkoe lo eran, y se regeneraban, más conforme más gente les rodeaba. Y ahí residía su fuerza, y su interés.
Lo mejor que pude idear en aquel momento fue originar un fuego en los baños, y hacer sonar la alarma. Todos se alejaban despavoridos de allí, haciendo vulnerable a Brouwkoe. Pero faltaban los de su gabinete, y sus otros guardas, que no se irían sin rescatarle.
Para ello me coloqué en un punto estratégico por el que subir a su habitación, y les fui deteniendo a golpes de cuchillo según se acercaban. El fuego y la sangre crecían a mi alrededor, pero no tenía tiempo para pararme a reflexionar, para plantear si hacía lo correcto: había que detener a Brouwkoe, y esa era la única forma.
Cuando el político empezó a debilitarse, Paul corrió hacia mi posición, quitándome de en medio a dos que me habían acorralado a disparos, y nos alejamos de allí, matando a los que continuaban entrando para buscar y rescatar a su amado líder, aunque fueran inocentes.
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