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Camino, solo camino, y a los lados, el bosque, lleno de árboles y frío, más frío del que estaba acostumbrado a soportar. Y lleno también de animales, podía oírlos como despertaban los nocturnos dispuestos a una nueva jornada.
Y yo, camino, solo camino, aferrado a las dos botellas de leche que Madre me había mandado comprar hacía ya un buen rato. Y dejando atrás al hermano mayor. Si yo me había entretenido en el pueblo más de lo que debiera, él lo estaba doblando. Seguro que le castigaría bien, sobre todo por dejarme solo de vuelta hasta la casa.
Pero no sentía miedo. Estaba acostumbrado a recorrer aquellos parajes y conocía bien los posibles peligros. Las sombras de los árboles dibujadas con la escasa luz de la luna sobre el pedregal sugerían extrañas figuras que, al movimiento del aire, luchaban como depredadores. Y, si te apartabas de ese hipnotizador movimiento, caías en los murmullos, los susurros y los crujidos del profundo silencio de la noche, del bosque. Pero todo era escuchar… Bastaba concentrarse en estos para determinar su procedencia, y una vez detectada acudías a su gemelo menos aterrador: todo rincón del bosque a oscuras correspondía al mismo rincón del bosque, de día, cuando no resultaba amenazante.
“Adelante enanín, camina más deprisa, que te estás asustando” me estaría diciendo ahora, si fuese a mi lado en vez de haberse quedado en el pueblo, tonteando con las chicas de su escuela. Me quería y me protegía, siempre que consideraba que “estaba libre de atender otros asuntos”, y aumentaba su ego cuando me contaba historias y proyectos, y se hacía el valiente conmigo. Cuándo caminábamos de noche, como estaba haciendo, se inventaba canciones absurdas con los elementos que iba viendo, para que me sintiera mejor. Decía que así se espantaban los miedos y las preocupaciones. Y yo me reía. Me lo imaginaba allí conmigo gritando “noches-leches, leches-noches…” con una melodía tonta y dando vueltas alrededor hasta llegar a la casa.
Era curioso, con solo imaginarlo ya me entraba la risa, y empecé a reírme solo, como un tonto. Hasta tal punto llegó mi estupidez que, despistado con las carcajadas tropecé con un pedrusco, y al trastabillar, se me cayó una de las botellas de leche. El blanco puro que podía verse a la luz pasó a un negro puro en la oscuridad, al mezclarse con la tierra del suelo. Dejé de reírme. En ese momento si que estaba asustado, pero de lo que me dirían en casa. Seguí andando con el paso más ligero, pero encogido, por miedo a perder la otra botella. Mientras caminaba, con mil pensamientos en la cabeza, empecé a cantar con una voz suave y entrecortada:
- “Noites-leites, leites-noites…” -.
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Camino, solo camino, y a los lados, el bosque, lleno de árboles y frío, más frío del que estaba acostumbrado a soportar. Y lleno también de animales, podía oírlos como despertaban los nocturnos dispuestos a una nueva jornada.
Y yo, camino, solo camino, aferrado a las dos botellas de leche que Madre me había mandado comprar hacía ya un buen rato. Y dejando atrás al hermano mayor. Si yo me había entretenido en el pueblo más de lo que debiera, él lo estaba doblando. Seguro que le castigaría bien, sobre todo por dejarme solo de vuelta hasta la casa.
Pero no sentía miedo. Estaba acostumbrado a recorrer aquellos parajes y conocía bien los posibles peligros. Las sombras de los árboles dibujadas con la escasa luz de la luna sobre el pedregal sugerían extrañas figuras que, al movimiento del aire, luchaban como depredadores. Y, si te apartabas de ese hipnotizador movimiento, caías en los murmullos, los susurros y los crujidos del profundo silencio de la noche, del bosque. Pero todo era escuchar… Bastaba concentrarse en estos para determinar su procedencia, y una vez detectada acudías a su gemelo menos aterrador: todo rincón del bosque a oscuras correspondía al mismo rincón del bosque, de día, cuando no resultaba amenazante.
“Adelante enanín, camina más deprisa, que te estás asustando” me estaría diciendo ahora, si fuese a mi lado en vez de haberse quedado en el pueblo, tonteando con las chicas de su escuela. Me quería y me protegía, siempre que consideraba que “estaba libre de atender otros asuntos”, y aumentaba su ego cuando me contaba historias y proyectos, y se hacía el valiente conmigo. Cuándo caminábamos de noche, como estaba haciendo, se inventaba canciones absurdas con los elementos que iba viendo, para que me sintiera mejor. Decía que así se espantaban los miedos y las preocupaciones. Y yo me reía. Me lo imaginaba allí conmigo gritando “noches-leches, leches-noches…” con una melodía tonta y dando vueltas alrededor hasta llegar a la casa.
Era curioso, con solo imaginarlo ya me entraba la risa, y empecé a reírme solo, como un tonto. Hasta tal punto llegó mi estupidez que, despistado con las carcajadas tropecé con un pedrusco, y al trastabillar, se me cayó una de las botellas de leche. El blanco puro que podía verse a la luz pasó a un negro puro en la oscuridad, al mezclarse con la tierra del suelo. Dejé de reírme. En ese momento si que estaba asustado, pero de lo que me dirían en casa. Seguí andando con el paso más ligero, pero encogido, por miedo a perder la otra botella. Mientras caminaba, con mil pensamientos en la cabeza, empecé a cantar con una voz suave y entrecortada:
- “Noites-leites, leites-noites…” -.
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1 comentario:
!Qué intriga! Esto empieza a prometer...
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