Fael se acercaba hasta donde estaba, hacia mi grupo de amigos. Le reconocí al instante, en cuanto vi sus ojos. Ya no me engañaba su apariencia, esta vez en el cuerpo de un niño que bien podría pasar por uno de los de mi clase (y me aliviaba que no lo fuera).
Verle en un nuevo cuerpo me asustaba. Sabía qué le pasaba al anterior. Y aunque en otro tiempo le hubiera seguido, por curiosidad, no me fiaba de él, tenía poco que perder. Creía que le había quedado claro, pero era tan cabezota como caprichoso.
- Eh Andrés, ¿vais a jugar un partido? Yo me apunto – dijo al llegar.
- ¿Quién es, Andrés? – preguntó Julio.
- Un vecino – respondí.
- Me llamo Rafa, encantado – se presentó bajo miradas de extraña curiosidad.
Carlos, más inquieto, movía el balón con el pie, y chutó hacia la portería. - Vamos a jugar a balonazos – dijo - ¿te apuntas? -. Y parecía como si quisiera darle misterio al juego, restringido a los no valientes. Iluso.
- De acuerdo – respondía Fael – yo me la mogo -.
No sé qué resultaba más raro, retar a alguien con muertes a su espalda, u oírle decir esa expresión. La cosa es que los niños corrieron hasta el campo, mientras yo me quedaba a observar la extraña escena de lucha instigada por alguien como yo, es decir, con mucha más edad de la que aparentaba.
El que llevaba la pelota tenía que chutar contra otro y, si le daba, a este le tocaba llevar el balón. Fael me desafiaba con aquello, incitaba a mis compañeros a golpear más fuerte, y les dirigía como a una tropa. Y a cada balonazo que recibía se giraba para mirarme desafiante, demostrándome que aquello le era indiferente, por muy fuerte que le golpeasen, demostrándome que se aburría, y que aquella no era una vida que me tocase vivir.
El balón se escapó y rodó en mi dirección. Sin pensarlo corrí y lo golpee con gran fuerza y sin dirección, y dio a parar en lo alto de una palmera. Mis compañeros gritaron protestando.
- Se acabó el juego chicos, gracias a Andrés – dijo Fael mirándome.
- No, todavía no – le contesté.
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