Sabía en qué consistía mi vida, por eso no culpo a nadie. Quizás sí de las cosas que no controlaba, o las que me superaban, o las que desconocí al principio, no lo sé. Pero no hay nada que no tenga solución, ni camino que no se doblegue a tus pies.
Así se lo decía a Irene en la casa, convenciéndola de que no se preocupara por mí, sabiendo que algo intuía de mi naturaleza, sintiendo como buena madre, aunque adoptiva, que volaría del nido mucho antes de lo lógico y normal.
Y así convencía a Paula de que fuera fuerte, aunque ya lo era, y centrase sus fuerzas en aquellas metas que había empezado a proponerse en su temprana adolescencia.
- Si luchas, - le decía – sabrás hasta dónde eres capaz de llegar, y vencerás tus metas. Pero solo si luchas -.
Fuera de la casa el tiempo era turbio. Laura me esperaba con su paraguas naranja, y ambos caminábamos por las calles. Le hablé de Paula y de mi madre.
- Eres el mejor hermano e hijo del mundo – me decía -, pero no entiendo por qué lo dices tan triste, ¿por qué temes no estar ahí siempre? -
- Porque quizás no lo esté. No es algo en lo que tenga certeza -.
Las primeras gotas siguieron a una lluvia que hacía correr a toda la calle, que oscurecía lentamente. Laura abrió su paraguas mientras nos mojábamos un poco, y ambos nos refugiamos, pegándonos bajo su protección. Su pelo, algo mojado, enmarcaba unos ojos que parecían reflejar cada gota de lluvia que caía fuera del paraguas.
- No entiendo por qué dices eso. A veces eres muy pesimista en cuanto al futuro -.
Pero yo no la oía. Había quedado casi hipnotizado mirando sus ojos. Me uní más a ella y la besé, hasta que, entregada al beso, dejó caer un poco el paraguas, y empezamos a mojarnos de nuevo. Ambos sonreímos.
- Te prometo que, mientras la vida me deje, estaré siempre ahí donde tú estés -.
Como un círculo más, símbolo de la perfección, de lo continuo, de lo inmortal. Así era mi amor hacia Laura, inmortal, algo que vive por encima de lo que la vida pretende.
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