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El sonido de la alarma seguía retumbando en mis oídos. Después de llegar hasta el edificio, nuevamente por la puerta que unos minutos antes había abierto David, comencé a subir las escaleras del orfanato para poder ver por las ventanas delanteras cómo iba la situación, y qué era lo que estaba pasando.
En el patio estaban todos formados, aún con miedo. Las banderas, paradas, inmóviles, observaban el movimiento de los internos en guardia, recontando a los presentes, y contando a los curiosos y a los profesores y bomberos (o más bien, vecinos voluntarios) que iban llegando todo lo sucedido.
Estaba de suerte. Faltaba el grupo de las niñas más pequeñas. Me di cuenta justo en el mismo momento que Elena, recién llegada al patio, observando a todos los niños con preocupación. Sin duda había encontrado una escusa para explicar mi ausencia allí abajo.
Corrí hasta la habitación y me crucé con el fuego: en el baño del pasillo una pequeña papelera escupía llamas, quemando los papeles que había por todo el suelo. Los cuatro hombres que ya estaban allí apagándolo todo acabarían con el pequeño intento de incendio en poco tiempo, no había mayor riesgo tal y como se había provocado, y menos habiendo iniciado ya su extinción. Pero ellos no lo sabían en aquel momento, y su nerviosismo se traducía en gritos y aspavientos.
- ¿Qué haces aquí niño? – me gritaba uno desde la puerta que sujetaba abierta, como si quisiera avivar aún más el fuego - ¡corre hasta el patio! -
Pero ninguno de ellos conocía el edificio ni quien lo habitaba, por lo que no habían comprobado las habitaciones. Y aunque estaba seguro de que en ese mismo momento ya corrían profesores por todas las estancias, buscando a los rezagados, necesitaba que yo fuera el primero, como así sucedió.
Las niñas, escondidas por miedo en la alacena del comedor, habían atrancado la puerta, y no podían abrirla. Al tener que pasar por la habitación del incendio, viendo a aquellos hombres creyeron que todo el edificio estaba ardiendo y se asustaron. Me hubiera reído, porque me hizo gracia la situación cuando me lo contaron, pero agoté todas mis fuerzas abriendo la puerta.
Volví a escuchar los gritos de los “magníficos bomberos” cuando pasamos por al lado, esta vez bajo mis gritos de “no pasa nada”, con el incendio aún no apagada del todo: si este hubiese sido mayor, habrían dejado que se quemara todo el edificio. Paula se agarró a mí, y así aparecimos en el patio, todo el grupo de niñas gritando y yo, como el héroe. Me lo agradecieron y me felicitaron por mi escusa (es decir, por el salvamento), y me preguntaron por David, pero no dije nada. Días después huyó de su escondite.
- Estás hecho todo un valiente, Andrés – me dijo Elena cuando aparecimos en el patio – estábamos muy preocupados – y me abrazó.
- Gracias – le contesté respondiéndole al abrazo. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. Me gustaba Elena, no podía esconderlo, pero sabía que aquello era imposible, además tenía que salir de allí. No, aquello no era posible, ya se me olvidaría…
Ella dejó de abrazarme y, acariciándome el pelo, me miró a la cara. – ¿Y ese golpe que tienes? ¿Dios mío, estás bien? –
- Yo… - rápidamente, pensé en algo – me di con una puerta cuando corría, había mucho humo – y eso fue lo que se me ocurrió.
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El sonido de la alarma seguía retumbando en mis oídos. Después de llegar hasta el edificio, nuevamente por la puerta que unos minutos antes había abierto David, comencé a subir las escaleras del orfanato para poder ver por las ventanas delanteras cómo iba la situación, y qué era lo que estaba pasando.
En el patio estaban todos formados, aún con miedo. Las banderas, paradas, inmóviles, observaban el movimiento de los internos en guardia, recontando a los presentes, y contando a los curiosos y a los profesores y bomberos (o más bien, vecinos voluntarios) que iban llegando todo lo sucedido.
Estaba de suerte. Faltaba el grupo de las niñas más pequeñas. Me di cuenta justo en el mismo momento que Elena, recién llegada al patio, observando a todos los niños con preocupación. Sin duda había encontrado una escusa para explicar mi ausencia allí abajo.
Corrí hasta la habitación y me crucé con el fuego: en el baño del pasillo una pequeña papelera escupía llamas, quemando los papeles que había por todo el suelo. Los cuatro hombres que ya estaban allí apagándolo todo acabarían con el pequeño intento de incendio en poco tiempo, no había mayor riesgo tal y como se había provocado, y menos habiendo iniciado ya su extinción. Pero ellos no lo sabían en aquel momento, y su nerviosismo se traducía en gritos y aspavientos.
- ¿Qué haces aquí niño? – me gritaba uno desde la puerta que sujetaba abierta, como si quisiera avivar aún más el fuego - ¡corre hasta el patio! -
Pero ninguno de ellos conocía el edificio ni quien lo habitaba, por lo que no habían comprobado las habitaciones. Y aunque estaba seguro de que en ese mismo momento ya corrían profesores por todas las estancias, buscando a los rezagados, necesitaba que yo fuera el primero, como así sucedió.
Las niñas, escondidas por miedo en la alacena del comedor, habían atrancado la puerta, y no podían abrirla. Al tener que pasar por la habitación del incendio, viendo a aquellos hombres creyeron que todo el edificio estaba ardiendo y se asustaron. Me hubiera reído, porque me hizo gracia la situación cuando me lo contaron, pero agoté todas mis fuerzas abriendo la puerta.
Volví a escuchar los gritos de los “magníficos bomberos” cuando pasamos por al lado, esta vez bajo mis gritos de “no pasa nada”, con el incendio aún no apagada del todo: si este hubiese sido mayor, habrían dejado que se quemara todo el edificio. Paula se agarró a mí, y así aparecimos en el patio, todo el grupo de niñas gritando y yo, como el héroe. Me lo agradecieron y me felicitaron por mi escusa (es decir, por el salvamento), y me preguntaron por David, pero no dije nada. Días después huyó de su escondite.
- Estás hecho todo un valiente, Andrés – me dijo Elena cuando aparecimos en el patio – estábamos muy preocupados – y me abrazó.
- Gracias – le contesté respondiéndole al abrazo. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. Me gustaba Elena, no podía esconderlo, pero sabía que aquello era imposible, además tenía que salir de allí. No, aquello no era posible, ya se me olvidaría…
Ella dejó de abrazarme y, acariciándome el pelo, me miró a la cara. – ¿Y ese golpe que tienes? ¿Dios mío, estás bien? –
- Yo… - rápidamente, pensé en algo – me di con una puerta cuando corría, había mucho humo – y eso fue lo que se me ocurrió.
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