Corríamos como condenados: él riendo, divertido, y yo desorbitado, sin saber qué hacía, o qué hacer. Para él, todo quedó en un juego, o en una broma, o en una advertencia, no lo sé. Para mí fue peor, porque con la carrera solo conseguí darle algunos golpes, y escapó sin dialogar, sin entender,… venciéndome.
Cuando tienes todo que perder y la mente llena de sentimientos. Cuando ves la injusticia una y otra vez, acercándose, esperando a que te toque. Una rabia inmensa, unas ganas de gritar incontrolables, y un algo en tu interior que no quieres que toquen.
La locura llega a veces en los días más cuerdos, una locura llena de pequeñas alegrías que te afanas en proteger, pequeñas alegrías, una por cada lágrima que se te escapa con solo pensar que lo pierdes.
Y como buen guardián que se afana a ello, ira, poca sensatez, o agudeza, según sobre quién se emplee.
Un sábado alegre, en familia. Irene preparaba la casa, y Paulita llegaba con su novio, el chico simpático que, de momento y por su plante, habíamos aceptado como primer noviazgo de la niña ya no tan pequeña.
- Luego queríamos ir al cine mamá, no te preocupes – decía alegre Paula, y se marchaba a la cocina, a seguir hablando con Irene.
Aquella familia le había devuelto la vida a la pequeña. Me sentía parte de aquella felicidad, y a la vez la envidiaba, y eso no era bueno: - no te acostumbres a un hogar – me repetía.
A solas en el salón con su novio, quise buscarle conversación para que no se sintiera incómodo. Era una buena persona, y tendría que haberlo sido.
- ¿Qué película vais a ver? – le pregunté, mirándole a los ojos -.
- La de tu vida, pequeño – contestó Fael, al tiempo que le reconocía por la mirada, ahora en el cuerpo de aquel muchacho.
No sé si era lo que buscaba, pero le hubiera matado allí mismo. Sin embargo corrió como un bufón, y yo detrás dando un golpe a la puerta que quedó medio abierta, dejando atrás mi cordura, mi familia y ese sábado alegre.
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