Aquel día la llevé al faro, al pequeño edificio abandonado entre la última barriada y el pueblo, pegado al mar, en el que me había hecho todo un refugio limpiando y trasladando algunas cosas para hacerlo habitable, un escritorio, un sofá verde, la mitad de una nevera,…
No era tanto por alejarme, me sentía bien rodeado de personas. Pero como solitario, también a veces necesitaba un espacio solo para mí. Y ahora lo compartía, le enseñaba a Laura el modo secreto de entrar. Y accedíamos dentro. La preocupación que tenía por si era peligroso se esfumó cuando contempló las vistas.
Es curioso cómo cambia todo, te acostumbras a un modo de vida, incluso juras cosas que crees para siempre, y luego se desvanecen. Para mí era nueva etapa, después de tantísimos años sintiendo una necesidad conocida, pero no explorada. La dificultad que implicaba por mi apariencia y la abundancia de tiempo me habían llevado a concentrarme en otras cosas. Y como nueva, casi un mundo.
Si cada etapa es distinta, cada etapa es única de vivir intensamente, a su modo, y es importante entenderlo así. Y aunque haya que vivirla en su presente, sin anclarse en etapas pasadas, aprovechándolas al máximo, también hay que mantener parte de la chispa de otras ya vividas.
Y nosotros, nos besábamos como niños, en un perfecto giro sin atender a las olas, ni su sonido, ni las gaviotas. Descuidados pequeños que descubren por primera vez un nuevo amor que no quieren soltar.
Descuidados. Fael nos observaba, pero entonces no lo sabía.
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