- Un reloj, es perfecto, gira continuamente, siempre trazando el mismo círculo -.
- Sí que para. Es el tiempo el que no se detiene. Pero la máquina, en alguna vuelta tiene que detenerse -.
Tumbados en el sofá verde hablábamos, Laura y yo, de mil cosas, algunas sin importancia, y otras con la mayor del mundo para nosotros.
- ¿Entonces? –
- Te declaro mi… -
- No. Nada de declarar – reíamos -, es absurdo -.
- Tienes razón, declaramos también en la aduana. Es una palabra absurda.
Laura me sonreía, y se apretaba más contra mi, gesto propio de a quien no le basta el tacto de la piel, y busca sentir un mínimo de latidos.
- ¿Cómo lo dirías entonces? – le preguntaba.
- ¿Cómo dirías qué? Porque son muchas cosas las que podrías decir. Lo que pasa es que la gente suele reducirlo todo a contadas expresiones -.
Hacía algo de frío en el salón, pero no lo notaba, absorto en la conversación, en su cuerpo, en sus ojos.
- Que eres única, y tan especial que nunca hubiera imaginado que existías, y que ahora adoro el privilegio tan solo de observarte -.
- De esa manera, tal y como lo has dicho -.
Y volvimos a hacerlo. Nos envolvíamos y nos besábamos dejando caer la tarde, girando sin preocupación.
- Me encantaría detener el tiempo, pararme dentro de esta habitación, contigo -.
- Si viviéramos para siempre, no encontraría otro lugar mejor en el que estar -.
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