La guerra es muerte, ya lo sabes, y los que esperan otra cosa solo mueren engañados. Yo me movía con la agilidad adquirida con los años, y con la valentía del que no tiene nada que perder. La gente se sorprendía de mi corta edad y de mi arrojo, pero ante la necesidad, no vacilaba su moral, y me convertía en un mensajero de punto a punto, corriendo entre los silbidos de las balas. Ya lo había hecho en España, y las balas siempre son iguales, aunque suenen diferente.
Todo terminó “haciendo el gato”, como te conté, pero antes había estado viviendo con una familia. Comprobé entonces hasta dónde podemos ser crueles, sobre todo cuando nos aferramos a conseguir algo, o cuando la guerra de nuestro alrededor nos coloca donde no queremos estar.
Cuando el comando llegó mi padre se empeñó en escondernos, desconociendo que podría haber ayudado. Acabé solo en el sótano, encerrado ante mi insistencia, desde el que oí los gritos, los disparos, y luego nada.
Permanecí dos días enteros encerrado hasta que la avanzadilla rompió el candado, y bajó al sótano, donde desenrollaron en la mesa del centro unos mapas, y comenzaron a discutir entre ellos.
¿Cómo lo hice? Bueno, algo les entendía, y antes de que abrieran la puerta moví los muebles de la esquina hacia adelante. Estaba desesperado, lo que me hacía más vivo. Un escolta se acercó al armario con el fondo roto, abrí ligeramente la puertecita, cogí su arma y disparé. Retrocedí y me colé por el boquete, repté como pude por detrás de todos los muebles, hasta la caldera, donde vi como el resto de militares disparaban asustados a su compañero y, a la caída de este, a un armario vacío.
Los maté a todos. No recuerdo pensamiento alguno, ni negativo, ni satisfacción. Tan solo disparé con precisión, por si me quedaba sin balas, y con suficiente rapidez. Subí los escalones despreocupado, encontrándome con dos soldados que aparecieron corriendo, asustados, y cargando sobre mí, matándome con siete años.
Pero no me importaba, es más, fue perfecto no tener que buscar otra muerte.
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